Se cumplieron 30 años del nunca aclarado crimen de La Payanca: así lo reflejó una nota de Clarín
Su nombre sigue escrito sobre la misma reja de arado pintada de naranja con que llegó a los diarios el 8 de mayo de 1992, en una foto en la que se ve saltando la tranquera a dos policías de la Bonaerense. Ahora la pintura está descascarada, el nombre borroso y el hierro oxidado. Pero el abandono no es tal: las alrededor de 450 hectáreas de La Payanca siguen productivas
La Payanca quedó congelada en un frío de muerte y olvido forzoso. Su casco, donde ocurrió la terrible y metódica masacre de tres personas, está abandonado, rodeado de álamos, eucaliptos e invadido de pastizales que 20 años atrás eran arrancados con prolija regularidad. Tanto verde sumerge a la construcción en una penumbra silenciosa, apenas rota por el entrechocar de aspas sueltas de un molino desdentado y el canto frenético de teros que se sienten invadidos. Hacia afuera, un horizonte sereno de tierra marrón ceniza, quebrado a lo lejos por islas de árboles de pasado mucho menos tenebroso . Más acá, la monotonía se mancha de restos de silo-bolsas blancas despanzurradas que dejaron algo de su carga de soja desperdigada en un suelo tan fértil como trágico: allí aparecieron los otros tres cadáveres.
“La casa está abandonada desde entonces: nadie, ningún peón quiere quedarse en ese lugar … los paisanos son gente supersticiosa”, cuenta Marcelo, un villeguense de 80 años que “tenía un campo vecino” y todavía se sorprende cuando recuerda “el gentío” que se juntó en la tranquera de La Payanca cuando empezó a develarse, en etapas, la masacre que destrozó seis vidas.
Su nombre sigue escrito sobre la misma reja de arado pintada de naranja con que llegó a los diarios el 8 de mayo de 1992, en una foto en la que se ve saltando la tranquera a dos policías de la Bonaerense. Ahora la pintura está descascarada, el nombre borroso y el hierro oxidado. Pero el abandono no es tal: las alrededor de 450 hectáreas de La Payanca siguen productivas . Un estanciero vecino, que era amigo del hijo de la familia asesinada y conocía al resto de las víctimas, le cuenta a Clarín que ese campo, arrendado, “dejará unos 800 dólares por hectárea en la próxima campaña, porque se va a sembrar maní; en las dos anteriores dejó unos 800.000 pesos por año porque se sembró con soja…”. Ariel interrumpe sus cálculos y pierde la vista en dirección a La Payanca: “Era una familia de la que jamás hubiésemos pensado que le pasaría semejante cosa”. Suena más con indignación que con tristeza.
Aquel otoño de 1992, en uno de los dos campos de esta estancia ubicada a unos 30 kilómetros del centro de General Villegas y a unos 480 al oeste de Buenos Aires, también se había sembrado soja. Fue la última cosecha de María Esther Acheriteguy (46), “Chila”, la dueña del campo. Su cuerpo fue descubierto el 9 de mayo de aquel año golpeado, baleado y en avanzado estado de descomposición dentro de la vivienda, junto al cadáver de su hijo José Luis Gianolio. El joven, de 22 años, también había sido golpeado brutalmente y baleado. “Chila” había recibido ese campo como herencia: ella cuidaba a su anterior dueño, quien se lo dejó en muestra de gratitud .
En el galpón, a unos cinco metros de la casa, había un tercer cadáver, en similares condiciones que los anteriores. Era el del linyera Francisco Luna, a quien la dueña le daba albergue en ese lugar a cambio de algunas tareas rurales. Junto a él también aparecieron dos pequeños gatos muertos , presuntamente por obra de los asesinos.
Las distancias de un campo a otra no son cortas: unos tres kilómetros de horizonte llano. Pero un estanciero vecino, Roberto Zunino, notó que el tractor de la familia había quedado días “parado en el medio de la melga (el campo arado), veía luces prendidas día y noche y no se advertía ningún movimiento”. Decidió ir a ver qué pasaba con otro conocido. No llegó a entrar a la casa: “El ambiente que había nos asustó. Olimos algo feo y fuimos a buscar a la Policía”. Finalmente, tuvo que entrar como testigo: ahí vio los cuerpos con más de una semana de fallecidos. “Fue una visión horrorosa ”, declaró entonces.
Hoy, la visión que da La Payanca desde la entrada de su casco hacia afuera, dista de ser esa. El paisaje es sereno, hasta plácido. La brisa sopla suave… Pero lleva hacia adentro, hacia donde está la casa, un aire que respira tristeza; que ni los fantasmas, si los hubo alguna vez, como intuyen los paisanos, pudieron tolerar. La Payanca –nombre de un modo de enlazar al ganado por sus patas delanteras– quedó en negativo y en positivo : rica y fértil; áspera y mortífera.
El testimonio de Zunino fue de los primeros en llegar a los Tribunales de Trenque Lauquen, para inaugurar la causa que se abrió por el “triple crimen”. Pero esa carátula duró apenas un día: en el otro campo, el que había sido sembrado con maíz, en un rastrillaje de manual la Policía encontró 24 horas después otros tres cuerpos : baleados, golpeados y con signos de putrefacción. Estaban semitapados con rastrojos: eran los de Omar Reid (21) y Eduardo Gallo (22), peones de la estancia, y de Alfredo Forte (49), concubino de “Chila” .
Estaban al costado del camino de ingreso al campo, a uno 300 metros de la tranquera y a 1.500 metros de la casa donde aparecieron los otros cuerpos . Dos cruces de hierro oxidadas, distantes unos 120 metros una de otra –una ladeada, casi a punto de caer– sujetas a postes del alambrado, recuerdan hoy aquel hallazgo. Mudas.
La masacre conmovió a Villegas y tomó el nombre del pueblo. Hubo marchas de silencio e insistentes reclamos de justicia, miedo, acusaciones, sospechas, recelo y, finalmente, cuatro detenidos . “Agarraron a cuatro perejiles”, se indigna todavía hoy Ariel, el vecino de la familia masacrada. La Justicia los liberó luego por “falta de mérito” .
También hubo infinidad de especulaciones y teorías sobre el séxtuple crimen, que sigue impune y cubierto de una estela de dudas: desde narcotráfico a disputas familiares del robo a un ritual satánico.
El campo quedó en propiedad de Claudia Gianolio, hija de “Chila”; vive en Mar del Plata.
Clarín intento hablar con ella, pero el administrador del campo, de nombre Carlos, la excusó: “Desde que ocurrió la tragedia, casi no volvió a Villegas”. Un tiempo antes de la masacre, Claudia se había ido a estudiar a Buenos Aires, conoció al actor Marco Estell y se casó .
Con resignación, y 30 años de por medio, Villegas ya se sacudió de su nombre a “la masacre”. En su cementerio ni siquiera hay registro de las víctimas, salvo de Omar Reid; su familia fue la que más reclamó justicia. Los crímenes ahora son “de La Payanca” pero no incluyen al primero de todos , al de Alberto Gianolio, marido de “Chila” y padre de sus hijos. A él en 1985 un peón lo esperó en la tranquera y lo asesinó, celoso porque –dijo– “le arrastraba el ala a mi mujer”.
El caso de La Payanca quedó a cargo del ahora ex juez Guillermo Martín, de Trenque Lauquen, y de un grupo de policías al mando del comisario Mario Rodríguez y del subcomisario Osvaldo Seisdedos. Primero se detuvo a Guillermo “El Colorado” Díaz, un ex policía.
Díaz, estuvo poco tiempo detenido. Se asegura que «buchoneó» los nombres de cuatro hombres. Eso le permitió salir en libertad. En junio, cayeron presos José Alberto “Ruso” Kuhn; Carlos “Manito” Fernández; Jorge “Satanás” Vera y Julio “El Loco” Yalet.
Por falta de pruebas, los cuatro sospechosos quedaron libres a los siete meses. En Jefatura de Policía de La Plata, tiempo antes el juez Martín había felicitado a los policías por el excelente desempeño en el esclarecimiento de este hecho. Por ello, se aseguró la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires lo mandó investigar. Nunca se supo que pasó. Martín goza de los beneficios de la jubilación.
Material emitido en el programa Cámara del Crimen de TN del 30 de Abril 2022.